Die Schönste Krankheit des Weltalles

Mr. Murphy Says It Better

Acknowledgements

jueves, 17 de diciembre de 2009

Memories

Hace dos semanas el Maestro Colin White cumplió dos años de haber fallecido. Con él se cerró un ciclo dentro del colegio de Letras Inglesas de la UNAM; las historias sobre él comenzaron a convertirse en leyendas que muy probablemente ya circulan en los pasillos, que reviven en los salones y en las mentes de los que lo conocimos. Incluso existe un reconocimiento que lleva su nombre, el cual se otorga al mejor trabajo de titulación (dentro del mismo colegio, obviamente) aunque, de acuerdo con algunos testimonios, él hubiera estado rotundamente en desacuerdo en que un premio estuviera dedicado a su memoria.

El día de su fallecimiento tuve examen final de literatura medieval, pero el profesor, uno de los más allegados a él y, por lógica, uno de los más afectados por su fallecimiento, no estaba seguro de aplicar el examen o postergarlo para la semana siguiente, aunque no le hubiera molestado la última opción, dadas las circunstancias de aquella fecha. Decidió que nosotros eligiéramos no sin dejar de recordarnos que, para Mr. White, los estudiantes siempre fuimos su mayor prioridad. La decisión inmediata del grupo fue hacer el examen. Uno de los compañeros preguntó sobre el lugar y la hora del sepelio y si sería prudente que fuéramos, a lo que el profesor accedió a dar la información. Durante mi estadía en la FFyL nunca creí que vería a mi profesor tan consternado y tan triste. La prueba se llevó a cabo con mucho orden en una atmósfera silenciosa. No recuerdo cuánto tardé en acabarla pero no tardé mucho en decidir que asistiría al servicio, a pesar de que contraje un resfriado dos días antes.

Normalmente me reunía con mis amigos en la entrada de la facultad para compartir experiencias sobre el examen, pero no recuerdo exactamente sobre qué hablamos en aquél momento. La muerte del profesor más reconocido de todo el colegio permeó los ánimos en general y parece que no había mucho qué decir. Después de un rato algunos amigos y yo nos organizamos para llegar en el mismo automóvil; durante el trayecto, en cambio, sí nos pareció pertinente hablar sobre cualquier cosa: el partido de los Pumas, el novedoso y carísimo E-Book, el nuevo disco de Portishead a estrenarse en 2008, el fraude electoral del año anterior y las evidencias que lo respaldaban, etc. Después de toda esa charla llegamos a la funeraria y nos dispusimos a entrar. Sabíamos que la noticia se había esparcido cual reguero de pólvora pero no tuvimos ni idea de que llegaría tanta gente. A decir verdad, sí teníamos, pero no calculamos exactamente que asistiría muchisima más gente de la que hubiéramos pensado. A pesar de haber ido casi sin pensarlo no me atrevía a acercarme al féretro, es decir, para despedirme "en persona". Mi moral había caido súbitamente, en picada, dos días antes (junto con mi sistema inmunológico) y no creí tener el valor suficiente para hacerlo aunque, un tiempo después, vencí mi miedo y me acerqué. No podía creer que el vital, enigmático e irónico profesor que nos había retado tres semanas antes yacía debajo de una pantalla de cristal. El poder de convocatoria de Colin White era tan grande que llegaron personas totalmente desconocidas para muchos de nosotros, alumnos de generaciones anteriores a la mía y aquellos que asistieron sólo por compromiso (incluso quienes nunca tomaron clase con él). Después de un par de horas de saludar a los maestros presentes y a los compañeros que llegaban decidí que la sala había alcanzado su máxima capacidad y que ya no tenía nada qué hacer ahí.

Al partir mi moral seguía tan baja como dos días atrás, pero el resfriado, por razones que aún desconozco, había desaparecido. Mi padre me pidió que no asistiera al velorio en ese estado, pues creía que mi condición podría empeorar. Mis ánimos, no obstante, por razones de otra naturaleza, ya estaban destruidos, ya no tenía nada qué perder. Además era mi deber presentar mis respetos a uno de los mejores profesores que he tenido en toda la vida. Al día siguiente volví a la funeraria, pues era el último día del velorio, y no quería que se fuera sin dejar un mensaje escrito junto con los demás que varios de los asistentes le habían obsequiado. La sala ya se encontraba un poco más vacía. Al terminar me despedí de una profesora y partí. A veces pienso que Colin, antes de irse y como una especie de favor desde la otra vida, trató de reparar las grietas en mi corazón pero, gracias a sus nuevas habilidades etéreas, vio que era más fácil limpiar mis pulmones y se tomó la molestia en hacerlo.

El dolor seguía ahí. No pude evitar pensar que todas esas clases de literatura romántica, de la época victoriana, los seminarios, aquellos momentos de descubrimiento precedidos por la tensión de no saber qué decir jamás regresarían. Quizá reviviría algunos fragmentos por medio de algunos poemas, discusiones, frases, declaraciones, imágenes, recuerdos de la cercanía de cierta compañera y las connotaciones de su actitud hacia mí (que muy probablemente Colin noto antes que yo, porque siempre estuvo observándonos), pero otra gran parte de esos momentos se disolverá en el olvido. Es posible que muchas cosas importantes se fueron con ellos pero ya no tiene caso tratar de rastrearlos.

Se sigue adelante, y se recuerda de vez en cuando.

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Still Life



Lyrics: Joakim Montelius